Estamos enseñando a los niños a vivir de su imagen. ¿Qué clase de futuro estamos fabricando?
- Fotoprostudio
- 27 jun
- 4 Min. de lectura
Hace apenas una generación, enseñar a un niño a mirarse demasiado en el espejo se consideraba peligroso. Un exceso de ego, una trampa de vanidad. Hoy, en cambio, los educamos desde pequeños a posar, a encuadrar, a gustar. Antes de que aprendan a escribir ya saben cómo activar una cámara, elegir un filtro, poner cara de TikTok.
No lo estamos haciendo por maldad. Lo hacemos porque el mundo funciona así. Porque la visibilidad parece sinónimo de existencia. Porque los recuerdos necesitan pruebas visuales. Porque ser visto es, hoy, una forma de ser.
Pero... ¿y luego qué?
¿Qué pasara cuando esos niños crezcan sabiendo que sus momentos más íntimos fueron contenido? ¿Qué clase de pensamiento se construye cuando todo lo que haces está hecho para ser mostrado? ¿Y qué tipo de relaciones desarrollarán si su valor se midió siempre en clics, corazones y compartidos?
No estamos hablando de tecnología. Estamos hablando de humanidad. De la infancia como espectáculo. Del cuerpo como identidad visual desde la cuna. De una generación que quizás será más rápida, más eficiente, más visual... pero también, tal vez, más ansiosa, más dependiente, más vacía.
¿Estamos creando personas... o perfiles?
Índice:
1. Nacer mirado
Una de las primeras cosas que hacen muchos padres tras el nacimiento de su hijo es anunciarlo con una imagen. La presentación al mundo ya no es una visita o una llamada. Es una historia, una foto bien encuadrada, una publicación que acumula reacciones.
Ese niño aún no tiene lenguaje, pero ya es parte de la narrativa visual familiar. Crece sabiendo que su vida tiene público. Y eso, aunque parezca inocente, lo cambia todo.
El yo se construye mirando, pero también sabiendo que se es mirado. Esa diferencia, que antes solo tenían los famosos, los actores, los líderes, ahora la tienen todos los niños. Pero sin manual.

2. Infancia documentada, identidad proyectada
Los niños de hoy llegarán a la adolescencia con cientos de imágenes suyas publicadas por otros. Su identidad visual ya estará marcada por decisiones ajenas. Y quizás un día miren esas fotos y se pregunten: ¿yo era eso? ¿Qué parte de eso era mío?
El derecho al olvido visual es una quimera. Todo queda. Todo circula. Todo se indexa.
Y en ese escenario, construir una identidad propia es mucho más difícil. Porque antes de que puedan descubrir quiénes son, ya tienen un perfil.

3. El juego del like: dopamina a los cinco años
Muchos niños reciben sus primeras dosis de aprobación externa a través de pantallas. Un video gracioso, una coreografía, una expresión bien calculada. Los likes se convierten en caricias digitales. Y como toda caricia, generan dependencia.
¿Estamos criando una generación más segura de sí... o más vulnerable al juicio? ¿Más expresiva... o más adicta al reconocimiento?
La dopamina no distingue intención. Solo responde al impacto.

4. Educación visual o adiestramiento estético
Decimos que esta generación es muy visual. Que saben comunicar, editar, grabarse. Pero ¿no estaremos confundiendo competencia técnica con madurez comunicativa?
Aprenden a gustar, a parecer, a responder a códigos visuales aprendidos. Pero ¿qué pasa con el pensamiento crítico? ¿Con la lectura profunda? ¿Con la capacidad de observar sin juicio?
¿Estamos enseñando a ver... o a gustar?
5. El cuerpo como interfaz: filtros, percepción y disociación
A los ocho años ya saben lo que es un filtro. A los diez, algunos quieren operarse. A los doce, muchos ya han experimentado la distancia entre su rostro y su versión digital.
El cuerpo deja de ser vehículo y se vuelve escaparate. Un lienzo que se corrige, se edita, se compara.
¿Cómo construirán autoestima si nunca aprendieron a verse sin mediación? ¿Cómo amarán lo real si siempre se les ofreció una versión mejorada?
6. Relaciones sin piel: vínculos en pantallas
La amistad se inicia por likes. Las relaciones por DM. El vínculo está mediado por imagen. La presencia se mide en historias vistas, no en palabras dichas.
¿Aprenderán a sostener el silencio? ¿A mirar sin encuadrar? ¿A conectar sin autoeditarse?
Cuando el cuerpo se convierte en interfaz, el otro deja de ser un misterio. Y sin misterio, el vínculo se vuelve plano.

7. Conclusión: Nosotros sí recordamos. Y eso es una responsabilidad
Los que crecimos sin esta presión de estar siempre visibles, sin tener que convertir todo en imagen, sabemos que otra forma de vida es posible. Una en la que el valor no se mide en interacciones. Una en la que lo importante no siempre se fotografiaba.
Tenemos una memoria que las nuevas generaciones no tendrán. Y eso es una responsabilidad.
No se trata de volver atrás, sino de no olvidar. De ofrecer un contraste. De mostrar que hay vida también fuera del encuadre.
Porque si un día todos los que recordamos cómo era vivir sin convertirnos en contenido desaparecemos, también desaparecerá el recuerdo de esa libertad.
Y entonces, quizás, ya no quede nadie que sepa qué se siente ser... sin mostrarse.
Y quizás tampoco quede nadie que sepa lo que era mirar sin esperar recompensa.
O estar con alguien sin tener que demostrarlo.
O vivir algo intenso... sin registrarlo.
Y entonces sí, esa otra forma de habitar el mundo se volverá irrecuperable. No porque fuera mejor, sino porque nadie recordará que fue real.

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